La sociedad como vínculo: desigualdad y transformación
La sociedad no es solo un conjunto de individuos. Es un entramado vivo de vínculos, un espacio donde lo individual, lo colectivo y el contexto se entrelazan de manera constante. Sin embargo, en este tejido, emergen desigualdades que no solo fragmentan, sino que también definen qué lugares habitamos y quiénes quedan relegados a los márgenes. Estas desigualdades no son únicamente económicas; son también relacionales, narrativas y simbólicas. Operan desde el lenguaje, desde las estructuras que justifican exclusiones y privilegios, y desde las prácticas que delimitan quién tiene derecho a ser vistx, escuchadx, habitadx.
En este sentido, la desigualdad es una ruptura del vínculo social. Como plantea Pierre Bourdieu, las jerarquías sociales no son accidentales; son producto de la reproducción de capitales (económico, cultural, simbólico) que perpetúan la dominación. Lo desigual se normaliza a través de prácticas cotidianas, convirtiendo al privilegio en algo invisible para quien lo posee, y al sufrimiento en una constante para quien queda excluido.
El vínculo como resistencia a la desigualdad
Pensar la sociedad como un vínculo nos obliga a mirar más allá de las estructuras rígidas y a enfocarnos en las interacciones humanas que las sostienen. Paulo Freire, en su pedagogía del oprimido, nos recuerda que “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo; los hombres se liberan en comunión”. Esta comunión no es una utopía abstracta, sino una práctica activa, donde las relaciones humanas se convierten en espacios para cuestionar las narrativas que legitiman la desigualdad.
Para que el vínculo se transforme en resistencia, necesitamos una empatía que vaya más allá del reconocimiento del sufrimiento ajeno. Como señala Martha Nussbaum, la empatía es el primer paso hacia la justicia, pero debe ir acompañada de acciones concretas. En otras palabras, el sentir no basta si no se convierte en un hacer, si no se traduce en responsabilidad afectiva hacia lo colectivo. Esto implica asumir que nuestra existencia está inevitablemente entrelazada con la de lxs demás, y que nuestras decisiones personales tienen un impacto en el entramado social.
Tensiones, pluralidad y transformación
Hannah Arendt, en La condición humana, sostiene que la política —en su sentido más amplio— es el arte de vivir juntos en pluralidad. Esta convivencia no está exenta de tensiones, pero son precisamente esas tensiones las que nos recuerdan que el conflicto no es el enemigo del vínculo social, sino su motor. Reconocer al otrx en su diferencia, incluso cuando esa diferencia desafía nuestras certezas, es una oportunidad para reimaginar las relaciones de poder y cuidado que estructuran nuestras vidas.
Desde la antropología, autores como Victor Turner nos enseñan que los momentos de crisis y desigualdad pueden convertirse en espacios liminales, donde lo que parecía fijo se desestabiliza y abre la posibilidad de transformación. En estos "umbrales", los márgenes y los "no-lugares" —concepto acuñado por Marc Augé para describir espacios desprovistos de identidad y relación— pueden convertirse en puntos de resistencia y reconfiguración.
Desigualdad y salud del vínculo social
La psicología social nos recuerda que las desigualdades afectan no solo a los cuerpos, sino también a las psiquis. La teoría de la justicia de John Rawls plantea que una sociedad justa es aquella en la que las desigualdades solo se justifican si benefician a quienes están en peor situación. Sin embargo, el sistema actual no solo perpetúa las desigualdades, sino que naturaliza su existencia, creando brechas de reconocimiento que minan la dignidad de quienes quedan en los márgenes.
La salud del vínculo social, entonces, no depende solo de eliminar la desigualdad económica, sino también de transformar las narrativas que legitiman el sufrimiento. ¿Cómo podemos, desde nuestras prácticas cotidianas, cuestionar esas narrativas? ¿Cómo convertir nuestras relaciones en espacios donde la desigualdad sea confrontada y no reproducida?
El poder transformador de los márgenes
En los márgenes de la sociedad, en esos “no-lugares” desprovistos de privilegio, habita una potencia transformadora. Como señala Bell Hooks, la marginalidad puede ser un lugar de resistencia, donde se reconfiguran las relaciones de poder y se imagina un mundo diferente. En este sentido, el vínculo social no es un espacio fijo, sino un territorio en constante movimiento, que puede ser reimaginado desde los márgenes hacia el centro.
Una invitación a la transformación
¿Qué pasa si empezamos a pensar nuestros vínculos como espacios políticos, donde nuestras acciones cotidianas tienen el poder de transformar lo colectivo? ¿Qué ocurre si habitamos las tensiones sociales no como divisiones, sino como umbrales hacia nuevas posibilidades?
La desigualdad no desaparecerá mientras sigamos negando su existencia o justificándola con narrativas de mérito y esfuerzo individual. Transformar el vínculo social implica mirar al otro no como una carga, sino como una extensión de nosotrxs mismxs. Implica entender que la verdadera libertad no es individual, sino compartida.
Como sociedad, estamos frente a un desafío: reimaginar el tejido que nos conecta y sanar las rupturas que nos separan. Porque en última instancia, la sociedad no es más que un espejo de nuestros vínculos individuales y la transformación de unx no puede darse sin la transformación del otrx.
Gracias por tomarte el tiempo de leerme. Me gustaría leerte 🫂