Cuerpos y violencia: reflexiones sobre una dolencia social

Los recientes asesinatos en Uruguay no son solo estadísticas o vidas arrebatadas: son relatos de un malestar mucho más profundo, que habita en lo invisible, en lo no dicho, en lo no reparado. Nos confrontan con preguntas que no solo abren heridas sino que nos interpelan directamente: ¿qué lleva a alguien a arrebatar una vida? ¿Qué tipo de psiquis sostiene un acto tan extremo, tan desgarrante? Entiendo que esas tragedias no solo reflejan la realidad de un individuo, sino también el dolor colectivo que se ha acumulado, reprimido y silenciado en nuestra sociedad.

La violencia nunca es un acto aislado, ni simplemente una consecuencia del malestar individual de una persona. Desde la criminología, la psicología social y la filosofía política, sabemos como sociedades que los actos de violencia son la expresión de una red de interacciones que se sostienen sobre bases mucho más amplias que las psiquis de los agresores. La violencia es la manifestación cruda de un tejido social desgarrado, donde el sufrimiento se acumula, donde las estructuras fallan y donde, en última instancia, el dolor termina expresándose de maneras destructivas. Así vista, la violencia no es solo un hecho individual, sino un síntoma que nos muestra lo que hemos hecho o no como sociedad.

Michel Foucault, cuando analiza las estructuras de poder, nos recuerda que las formas de castigo, de control social y de opresión no surgen de la nada sino que son parte de un entramado de relaciones que buscan garantizar el orden a costa del sufrimiento. Este orden, sin embargo, no es un orden natural ni justo sino uno que en su afán de regular el cuerpo y la mente, termina deformándolos. Al igual que el poder, la violencia se alimenta del sufrimiento no sanado, de las emociones reprimidas, de la negación de la vulnerabilidad humana: cada acto de violencia, cada asesinato, es una llamada de atención. Y no se trata solo de condenar al que mata, sino de preguntarnos qué hemos hecho como sociedad para que este malestar se exprese de manera tan letal.

La deshumanización del agresor, tan común en los discursos mediáticos y cotidianos, es una de las respuestas más peligrosas que podemos dar. Hablar de los criminales como monstruos, como seres ajenos a nosotros, como si estuvieran más allá de lo comprensible, nos permite seguir ignorando las raíces de estos actos. La violencia, entendida de esta manera, es un signo de que hemos fallado como sociedad en nuestro deber de contener y cuidar: al deshumanizar a quien comete estos actos, cerramos los ojos ante los factores que la propician. La desigualdad social, los traumas no resueltos, los sistemas que promueven la exclusión, la ausencia de modelos saludables de masculinidad y de relaciones: estos crímenes no nacen de la nada, nacen de un mundo donde el dolor no tiene espacio para ser escuchado.

La violencia, entonces, es más que una tragedia aislada, es un espejo que nos obliga a ver lo que no queremos ver: un sistema que construye, que educa y que mantiene a los seres humanos en estructuras jerárquicas donde algunos cuerpxs valen más que otrxs. No solo se trata de una falta de empatía, sino de un modelo social que necesita reconfigurarse para poder crear espacios de sanación. Como nos advierte Judith Butler, la violencia y la opresión de ciertos cuerpos están directamente relacionadas con las formas en que esos cuerpos son reconocidos (o no) dentro del entramado social. Cuando no somos vistos, cuando nuestros cuerpos son invisibilizados, nuestras emociones, traumas y necesidades también lo son. Cuando el dolor no encuentra una vía de expresión saludable, se convierte en destrucción. 

Entonces, ¿qué hacemos frente a esta realidad? No podemos seguir viendo la violencia como un problema ajeno. No podemos seguir pensando que el agresor es “el otro”. Este dolor social nos atraviesa a todos. La violencia nos obliga a repensarnos como colectivo, no solo como individuos. Nos invita a cuestionar, con urgencia, la forma en que hemos construido nuestras relaciones, nuestras instituciones, nuestras identidades: nos desafía a pensar más allá de lo que es fácil y cómodo, en cómo transformamos este malestar colectivo en un movimiento de sanación.

Debemos preguntarnos: ¿cómo cultivamos una sociedad que deje de vivir bajo el imperativo de la violencia y del castigo? ¿Qué espacio dejamos para el dolor, para la vulnerabilidad, para la fragilidad humana? ¿Qué hacemos para que la reparación de estos cuerpos fracturados no sea solo una cuestión de justicia penal, sino también de justicia social, emocional y comunitaria? La respuesta no está en los castigos, ni en la condena, sino en la construcción de una cultura de cuidado, de empatía y de transformación social.

Como nos recuerda Simone Weil, “la atención es la forma más rara y pura de generosidad”. La verdadera atención es aquella que se da sin juzgar, sin apartar, sin deshumanizar. Es la atención que permite ver el sufrimiento no solo como un hecho aislado, sino como un dolor colectivo y desde ahí, desde la atención genuina a ese sufrimiento, podemos comenzar a sanar tanto individual como colectivamente.

La violencia no es un problema de unos pocos, es una manifestación del malestar de todxs. La sanación, por tanto, no puede ser un acto individual sino colectiva o no será. Por eso, la responsabilidad recae en cada unx de nosotrxs: en la forma en que miramos, en la forma en que hablamos, en la forma en que nos escuchamos y nos cuidamos. No basta con señalar los problemas, necesitamos actuar sobre ellos.

¿Cómo lo ves? ¿Qué pasos crees que podemos dar para comenzar a sanar como colectivo?

Gracias por tomarte el tiempo de leerme, me gustaría leerte yo a vos.

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