El tiempo de los cuerpos: habitar el instante, compartir la existencia
Vivimos atrapados en los relojes, marcados por el ritmo impuesto de metas, horarios y expectativas externas. Pero, ¿qué sucede con el tiempo que pertenece a nuestros cuerpxs? Ese que no sigue agendas ni programaciones, sino que se mide en pulsos, respiraciones, latidos, pausas. Es un tiempo que nos han enseñado a ignorar, a relegar, pero que sigue ahí, más antiguo y esencial que cualquier reloj.
Este desajuste entre el tiempo del mundo y el tiempo del cuerpo no es fortuito, viene de una historia que nos enseñó a medir el valor de un cuerpo por lo que produce, por lo que "hace", no por lo que "es". En esa lógica, nos apresuramos, nos desgastamos y nos desconectamos no solo de nuestra propia temporalidad, sino también de la de los demás. Pero esa desconexión tiene un costo: olvidamos que lxs cuerpxs tienen su propio ritmo, que cada unx habita su tiempo de manera única y que ese ritmo merece ser escuchado.
Cuando nos apresuramos, pasamos por encima de los ritmos ajenos: no escuchamos al amigx que necesita tiempo para sanar, al ser querido que no puede seguirnos el paso, a las comunidades que llevan siglos resistiendo. Nos olvidamos de que convivir no es imponer un ritmo único, sino aprender a moverse entre los diferentes tempos. "Vivir juntos" no es hacer coincidir nuestros relojes, sino saber acompañar las diversas maneras de habitar el tiempo.
En este marco, ¿qué significa detenerse? ¿Qué implica escuchar no solo al otro sino también los silencios, los vacíos que a menudo tememos? Tal vez detenerse no sea solo un lujo sino un acto revolucionario: reconocer que el tiempo no es lineal ni uniforme, sino plural, múltiple. Cada cuerpx habita el tiempo a su manera y en esa diversidad hay belleza, hay aprendizaje. Detenernos es un acto de rebeldía frente a la imposición de un único tiempo, el de la productividad, el de la aceleración constante, siendo esto un llamado a la reconexión con lxs cuerpxs, con sus necesidades, con sus pausas.
Aquí entra otro aspecto que no podemos seguir ignorando: las palabras. ¿Cuántas veces decimos algo solo por costumbre, sin darnos cuenta del impacto que tienen en el otrx? ¿Cuántas veces usamos expresiones que ya no representan lo que sentimos, que hemos repetido tantas veces que se convierten en parte del paisaje pero no en el reflejo fiel de lo que queremos comunicar? Las palabras que elegimos no son neutras; tienen un poder que atraviesa al otro, lo impacta, lo construye y muchas veces elegimos las palabras por lo que creemos que debemos decir, no por lo que realmente sentimos.
Eso ocurre no solo en las grandes declaraciones, sino también en los pequeños gestos cotidianos, en las frases que nos salen sin pensarlo, en los discursos que estructuramos por inercia. Hay una desconexión entre lo que sentimos y lo que decimos, entre la experiencia interna y la forma en que la expresamos. Si no aprendemos a usar nuestras palabras con consciencia, nos perdemos, y perdemos al otro en el proceso.
La filosofía del lenguaje nos recuerda que el tiempo no solo se vive, también se nombra. Decir “ahora” no es lo mismo que decir “todavía”. Decir “esperar” no es igual a decir “acompañar”. Las palabras que usamos no son inocentes, reflejan nuestras prioridades, nuestros valores. Si nos detenemos a observar nuestra forma de hablar, podemos ver cómo estamos entendiendo el mundo: como una línea recta y continua o como una red de momentos y ritmos diversos.
Quizás es momento de dejar de medir el tiempo, de buscar que todo se ajuste a nuestra agenda y empezar a sentirlo. Habitar el instante como un espacio compartido, donde las diferencias de ritmo no sean un obstáculo, sino una oportunidad para conectar: nadie nos ha enseñado esto, tenemos que aprenderlo, re-aprenderlo. Porque, al final, lo único que realmente compartimos con los demás es el tiempo: cómo lo vivimos, cómo lo damos, cómo lo cuidamos.
¿Qué tiempo estás habitando hoy?
Gracias por tomarte el tiempo de leerme, me gustaría saber qué pensás.